ETERNAS PERSEGUIDAS: LAS BRUJAS



Aquelarre, por Fco. de Goya.

Encontré un viejo libro de historia, y lo abrí por inercia, encontrándome, una narración interesante:

“…y durante su reinado se perdieron Portugal y el Franco Condado, se sublevó Messina, la guarnición de Orán fue degollada y el reino cayó en el más profundo embrutecimiento, degradación y miseria. El confesor del rey, creyendo que los alemanes tenían hechizado al monarca, lo exorcizó.”
Lo curioso es que se trata de hechos que sucedieron a finales del siglo XVII, en pleno Renacimiento, no en una aldea perdida de la época sino en la mismísima corte de España, y no fueron unos aldeanos ignorantes los protagonistas sino por el rey y su confesor.
Es evidente que, en los albores del siglo XVIII, había gente cultivada que se tomaba muy en serio la posibilidad de un hechizo. Incluso en pleno siglo XXI, muchas personas de todas las clases sociales todavía creen en ellos.
Las brujas, siempre presentes en las pinturas de Goya.
Sí; “haberlas, haylas”. Y las hay desde siempre, desde los albores de la humanidad, en todos los continentes, en todas las culturas. No se trata de grupos primitivos e ignorantes reverenciaran a brujos y hechiceras, se trata de que en Roma, el mayor imperio que conoció occidente, el que construyó las primeras carreteras, la misma que inventó la administración moderna y el derecho, no se tomaban decisiones importantes sin consultar antes a los augures; de varios reyes en diferentes dinastías las consultaban a escondidas; incluso un jefe de Estado como Adolf Hitler, tenía un brujo al que consultaba y atendía, para desesperación de sus generales.
Las brujas también han sido una fuente de inspiración para pintores de todas las épocas, muy especialmente para Francisco de Goya, quién se sintió fascinado y atraído por ese mundo mágico y misterioso y lo plasmó en múltiples lienzos.
De modo que quizá convenga mirar con atención a ese mundo hermético y paralelo que acompaña a la humanidad “normal” desde siempre y tiende a aparecer o pasar desapercibido, según las circunstancias históricas y sociológicas: el mundo de la brujería. Que, por cierto, es mucho más un mundo de mujeres que de hombres ya que, al revés de lo que pasa en casi todas las profesiones, las brujas han dado más que hablar que los brujos.
Uno de los detalles que más llaman la atención a quien trata de averiguar qué es una bruja es lo poco que ha cambiado sus características en los últimos siglos, en Europa, por lo menos. En los códices más antiguos, en los pergaminos más amarillentos, escritos en caracteres casi incomprensibles, se las describe como unas mujeres casi siempre viejas y feas, arrugadas de tez, capaces de preparar filtros y bebidas con mágicas virtudes, de trasladarse volando (normalmente sobre una escoba) a reuniones orgiásticas con sus colegas, que casi siempre vivían con un animal. Estas son las  características que siempre le han acompañado a los largo de los tiempos.
Según los testimonios que han llegado hasta nosotros, la principal ocupación de las brujas parece haber sido arruinar las cosechas, provocar enfermedades en los animales domésticos ajenos, matar y secuestrar niños, promover misteriosas e incurables dolencias sobre sus vecinos y, de vez en cuando, acudir a reuniones, más conocidas con el nombre vasco de “aquelarre” en las que se entregan a toda clase de orgías y sacrílegos; en ellas participaba muchas veces el mismo Belcebú y con frecuencia se cometían actos de increíble depravación con niños o adolescentes llevados allí con engaños y secuestros.
Para ser justos, debemos aclarar los testimonios de todas estas terribles actividades nos ha llegado siempre a través de las víctimas o perseguidores de las brujas. Estas nunca se han prestado a hablar voluntariamente de sus actividades y su condición; todas las declaraciones que se dispone han sido obtenidas mediante amenazas y torturas y, por lo tanto, deben ser consideras con cierto escepticismo. Pero de lo que no se puede dudar es de su paradójico prestigio: a lo largo de la historia de Europa, reyes, emperadores y papas no han desdeñado ocuparse de ellas, considerándolas personas importantes por su peligrosidad potencial.
Por poner un ejemplo en España, Chindasvinto, rey godo en los años 642-653, promulgó un decreto que aparece en el “Fuero Juzgo” y que Julio Caro Baroja describe en su excelente libro “Las brujas y su mundo”. En el decreto hay cuatro disposiciones. La primera, condena a los siervos que consulten acerca de la salud o la muerte del rey con “adevinos, sorteros e encantadores”.
La segunda, a los que den hierbas maléficas. La tercera, “a los maléficos y productores de tempestades que con sus encantos malogran viñas y mieses, a los que turban la mente de los hombres por medio de invocaciones al demonio y los que hacen sacrificios nocturnos en su honor. La cuarta, a los que malefician con ligamentos y palabras escritas procurando el mal ajeno en cuerpo, espíritu y hacienda.”
El mismo Caro Baroja subraya que en este decreto no se menciona el sexo de los hechiceros, pero en otros escritos de similar intención originados en las Galias y otras regiones, sí se especifica que se trata de brujas.
Carlomagno también se preocupó por la brujería y después de exhortar inútilmente a sus súbditos a que se abstuvieran de caer en supersticiones, no pudo menos que publicar un edicto en el que condenaba las actividades mágicas, equiparándolas con las de homicidas, envenenadores y ladrones. Tanto quien las ejerciera como quien las utilizara merecía la misma pena, que podía llegar a ser la muerte.
Siglos más tarde, Isabel de Inglaterra, volvió a legislar contra la brujería. Cien años más tarde, concretamente en 1692 en Salem, esas mismas leyes que promulgó, seguían vigentes, causando la muerte de 19 mujeres que fueron ahorcadas por practicar la brujería, un popular caso conocido como “el juicio de las brujas de Salem”. 
Juicio de Salem (Massachusetts).

No sólo las autoridades seculares se dedicaron a promulgar leyes y decretos para combatir la brujería, sino también la Iglesia, que durante la baja edad media la iglesia comenzó también a legislar contra  unas actividades, que bien ya estaban condenando, no habían merecido tanta atención hasta ese momento. Y es curioso que la persecución de las brujas, que tantas hogueras hizo arder en la Europa cristiana, se haya iniciado en rigor no con brujas sino con miembros de una orden de caballeros cristianos: los Templarios.

La orden de los templarios, como sabemos fue fundada por caballeros franceses, para proteger los peregrinos que llegaban a Jerusalén, pero se transformó como conocemos, en una sociedad poderosa.
Felipe IV de Francia, con el papa Clemente V, se les acusó de realizar ritos secretos, herejías, haberse burlado de la cruz, escupir sobre ella, haber matado niños…y quizá esa coincidencia esté relacionada con la bula de Juan XXII, promulgada en 1318, en la que se declaraba que la brujería era una herejía.
A finales de ese mismo siglo aparece el escrito de Nicolau Eymerich, "Directorium Inquisitorium", en el que se explicaba la forma de proceder contra las brujas y las clases en que se dividían, y poco después sale a la luz el conocido "Malleus Maleficarum" ( el martillo de las brujas), una publicación para cazadores de brujas, en el que se explicaba que había muchísimas más brujas que brujos porque la mujer es esencialmente inferior al hombre: “son más crédulas…más impresionables…más carnales…tienen la memoria débil…son mentirosas por naturaleza…es como un animal imperfecto que engaña siempre.”
Y así, libro en mano, comienza la cruel cacería. Se extendió por toda Europa y, lo que es más curioso, cuando se produjo el gran cisma protestante, anglicanos, calvinistas y luteranos rivalizaron en el celo antibrujeril con los cristianos que seguían obedeciendo a Roma. En suiza e Inglaterra se encendieron tantas o más hogueras que en España o Francia, y se calcula según los expertos del tema que entre el siglo XIV y XVII murieron en el fuego unas 300.000 mujeres en la Europa cristiana.
Quema de brujas.
Como es lógico suponer, la Península Ibérica albergaba tantas brujas como cualquier otra zona europea y también aquí en España la persecución se extendió por todo el territorio. Se sabe que durante el siglo XV en el valle de Aneu, en Cataluña, hombres y  mujeres rendían pleitesía al “boch (cabrón) de Biterna”, convirtiéndose en “bruxes”; otra zona importante de actividad de las brujas fue Vich. También hay información sobre procesos y condenas de brujas castellanas pero todos los investigadores parecen estar de acuerdo en que hubo dos regiones que destacaban por la proliferación de hechiceras: Galicia y la región vasco-navarra.
La abundancia de procesos y denuncias en Galicia llegó a ser tal que Felipe II, el monarca más poderoso del mundo, dispuso de tiempo para nombrar una comisión investigadora que envió a las tierras de las meigas para que dictaminara si había algo de cierto en lo que el pueblo bajo afirmaba acerca de los poderes de estas. La docta comisión estudió todos los aspectos del problema in situ durante  un año y redactó después su informe, destinado al rey, informe que se conserva en el archivo de El Escorial y que constituye todo un homenaje a los poderes diabólicos de las meigas, ya que en él se dice que los investigadores vieron con sus propios ojos a las brujas que a las doce de la noche salían por las chimeneas montadas en sus escobas.
Logroño.Juicio de las brujas de Zugarramurdi.
En cuanto a las brujas vascas, el proceso más documentado que ha llegado hasta nosotros es el de Zugarramurdi, que terminó en 1610. En las actas de los interrogatorios y el juicio aparece una relación completa de la forma en que estaba organizada la brujería y las actividades de sus miembros. La investigación se inició a causa de multitud de denuncias de brujería que provocaron la intervención de la Inquisición. Después de investigar a varios cientos de personas, los inquisidores retuvieron unas cuarenta, que fueron trasladadas a Logroño para ser juzgadas. Allí los inquisidores averiguaron que las brujas de mayor edad hacían proselitismo entre jovencitas y niños. Aquellos que aceptaban la iniciación eran sometidos a una serie de ceremonias, que se realizaban a medianoche en una cueva cercana al pueblo de Zugarramurdi, en que se celebraban los aquelarres y que servía de templo para las ceremonias que presidía el mismo demonio. Una vez que el señor de las tinieblas aceptaba al neófito lo marcaba con la uña y además imprimía en su pupila la figura de un sapo, que tan útil resultaba a los inquisidores para reconocer a brujos y brujas.
Los miembros de pleno derecho se reunían después todos los Viernes en aquelarres “corrientes” pero había otros, más especiales, que se celebraban en las grandes fiestas cristianas, especialmente en la noche de San Juan, ocasión que el mismo Satanás celebraba una misa negra, seguida de las más repugnantes ceremonias, que incluían relaciones carnales del demonio con su negra congregación. En cuanto a sus actividades cotidianas, parece que se dedicaban constantemente a fastidiar a sus vecinos: si sorprendía a un viajero por la noche podían transformarlo en puerco o cabra; si alguna barca había salido de pesca, producían tempestades para hacerla naufragar. 
Grabado representando la quema de una bruja.
Las tempestades podían servir también para estropear cosechas, siempre que para este fin no emplearan “polvos o ponzoñas”. Estos últimos se utilizaban sobre todo cuando soplaba el viento que se llama “sorguin aziza”, o sea viento de brujas. Otra de las actividades favoritas de las brujas era hacer enfermar o matar a sus enemigos o a sus familias. Para lograrlo  empleaban diversos medios, como frotar a la futura víctima con un unto especial o entregarle ciertos amuletos de gran potencia letal. Las brujas de Zugarramurdi confesaron también haber sorbido la sangre de niños pequeños y devorado cadáveres. Ante crímenes tan horrendos no es de extrañar que las siete brujas murieran en la hoguera (otras fueron perdonadas por haber confesado, arrepentidas, sus crímenes), y que cinco más que habían dejado de existir durante el proceso fueran quemadas en efigie.
La inquisición, sometiendo.
Par a la mentalidad actual no es difícil comprender que las brujas de Zugarramurdi hayan confesado todo lo que confesaron, ya que la tortura física resulta un argumento muy convincente. Lo que resulta increíble es que alguien creyera en sus confesiones, tan delirante y desorbitada nos parece su lectura. Y dando otra vuelta de tuerca más a la argumentación y suponiendo que quienes las torturaban supieran que era imposible que las brujas hubieran hecho esas cosas, ¿Por qué las perseguían? 
Un libro recomendado para conocer su mundo.
Quizás ese sea el gran enigma histórico de las cazas de brujas. Los testimonios que nos han llegado insisten, como veremos, en que la mayoría de las brujas eran mujeres solitarias, de medios más que modestos, que sobrevivían con dificultades preparando filtros amorosos o pociones curativas. Sin embargo, su búsqueda y captura movilizó durante siglos todas las energías europeas. ¿Será que, después de todo, la brujería existe? 

Ya hemos visto que entre el siglo XIV y el XVII se desató una especie de psicosis por toda Europa, que provocó incontables muertes. Torturas, azotes, destierros, en un grupo humano que, a primera vista, no parece el más adecuado para causar semejante catástrofe. Si se revisan los archivos de la época, se descubre que la mayor parte de las víctimas fueron mujeres mayores, pobres, aisladas, a las que se atribuían todos los males que caían sobre la comunidad. En esos tiempos, cualquier desgracia de la vida cotidiana se le cargaba al siniestro conjuro de alguna bruja. Y las autoridades seculares y religiosas aplicaban todo el peso de la ley, que era mucho, a estas mujeres.
Sin embargo, hay otra  visión posible de las brujas, que también surge de la lectura de textos antiguos. Todos recordamos cuentos infantiles en los que algún protagonista se encuentra, al amanecer la mayoría de los casos, con la bruja del pueblo, dedicada a recoger hierbas para sus pociones en las cercanías de un arroyo o en un claro del bosque. Esas hierbas confeccionaría después  los brebajes para curar dolores o el mal de amores, para curar heridas, o incluso para que un hijo volviera sano y a salvo de una guerra. No conviene olvidar que durante la edad media y el renacimiento el mundo campesino vivió librado a sus propios medios y estas brujas, con conocimientos que debían de pasar de madres a hijas, era lo más parecido a un médico, psicólogo y hasta abogado de que disponían estas sencillas e gentes de las aldeas perdidas de Europa de la época. Si aún hoy, en pleno siglo XXI, ciertos curanderos “milagrosos” congregan cientos de personas a sus puertas, no es de extrañar que aquellas pócimas y quienes la preparaban gozaran de un formidable prestigio. 
Esto de las hierbas puede explicar además, la persistencia de ciertos “delitos" que aparecen reflejadas en los escritos de sus confesiones. Casi todas las brujas afirman volar, pero la farmacopea actual sabe que varias de las hierbas que se usaban con más frecuencia, como la belladona, que tiene efectos alucinógenos. Si pudiéramos resucitar un inquisidor y le hacemos un escuchar un relato de una persona bajo efectos del LSD, hachís u otra sustancia similar, no dudaría que está ante un brujo o un poseso. De modo que quizá las pobres brujas no eran más que unas curanderas que acabaron por creerse las alucinaciones que aparecían en sus fugas de realidad, ocasionadas  por las drogas que se hallaban a su alcance.
Esta hipótesis podría explicar la razón de que entre las brujas convictas y confesas haya habido una proporción tan grande de brujas “campesinas”, pobres e ignorantes. Porque no hay que olvidar la existencia de otro tipo de bruja que quizás conviniera llamar hechicera, un personaje más bien culto, astuto, hasta maligno, que vivía más bien en las ciudades, que era una mezcla de bruja, alcahueta y astróloga, cuyo prototipo puede ser la popular Celestina, un personaje de la tragicomedia del conocido Fernando de Rojas, la obra de Calixto y Melibea.
Estas mujeres solían combinar con provecho las actividades mágicas con los encargos amorosos. Si empleaban sólo medios mágicos o no, lo ignoramos. Pero quizá por tratar con personajes de alta alcurnia, quizá por un mayor conocimiento del mundo, salieron mejor libradas de la caza de brujas que sus humildes colegas campesinas.
Manual imprescindible de la Inquisición.
Sea como fuere, algo llama, y mucho, la atención cuando se repasa los informes y las sentencias de las brujas, es la aparente contradicción que existe entre los poderes sobrenaturales que sus  denunciantes  les  atribuían y  su indefensión ante  los poderes humanos. 
De todos modos resulta interesante conocer las teorías más modernas que tratan de explicar la creencia en la brujería, que está lejos de haber desaparecido en pleno siglo XXI. Una de las explicaciones de su prevalencia en Europa durante  los últimos siglos es la de Margaret Murray, egiptóloga británica, que considera a las brujas de Europa como las últimas practicantes de una religión pagana que llegó  a ser mayoritaria y que se vio desplazada por el cristianismo. Una teoría que rechazan muchos eruditos calificándola de infundada. Otro punto de vista más reciente con respeto a la caza de brujas en Europa durante los siglos XVI-XVII (la caza duró desde mediados del siglo XV hasta el siglo XVIII) es la de Trevor-Roper, un historiador británico, que considera a la brujería un subproducto de la sistemática de la demonología que construyó la iglesia medieval, apoyándose en los restos de las supersticiones campesinas, y que adquirió una dinámica propia en esos siglos conflictivos. Las teorías psicológicas derivan, en la última instancia, de lo que pensaba Sigmund Freud acerca del desplazamiento de las emociones y sugieren que: “la magia es una actividad sustitutiva a la que se recurre cuando los impulsos de supervivencia o venganza quedan reprimidos por el hecho de producirse en una sociedad en la que es muy difícil poner fin abiertamente a una relación incómoda sin sufrir una sanción.”
Un ejemplo interesante de este punto de  vista es la interpretación que hace de las brujas de Salem el historiador norteamericano Chadwick Hansen. El conocido caso que sucedió en Salem (Massachusetts) en 1692, puede ser considerado uno de los últimos actos de la caza de brujas conocidos. En una pequeña comunidad y aislada un grupo de chicas jóvenes acusó a determinadas personas de practicar la brujería. En el juicio resultante se condenó a muerte a doce personas; casi tres siglos después, el popular dramaturgo Arthur Miller se valió del tema para escribir un apasionado testimonio contra los prejuicios, la calumnia, la arbitrariedad judicial y el deseo irracional de venganza.
Pues bien, Chadwick Hansen, tras una concienzuda investigación, llegó a la conclusión de que en Salem se había practicado la brujería, que hizo daño a las personas que afirmaban haber sido víctimas y que eran un peligro real para la comunidad. Las acusaciones indiscriminadas que tuvieron como consecuencia la muerte de personas inocentes fueron, según él, consecuencia del pánico general ante la situación, y no de las indicaciones de los clérigos fanáticos.
Ese pánico era fruto de las creencias populares en la sociedad occidental de esa época, y explica también los daños causados a las personas  “hechizadas”.
Tres brujas con gato de A. Théodole Ribot.
La brujería surtió efecto en Salem porque las personas afectadas creían en ella. Y no debemos olvidar que la actual ciencia no ha logrado aún explicar la forma exacta en que se producen ciertos fenómenos de precognición, clarividencia, telepatía, levitación y teletransportación que experimentan hoy en día muchas personas a las que ahora se denominan sensitivas, médium o dotadas. ¿No habrán sido las brujas las “dotadas” de su tiempo y su sociedad cuando cualquier actividad que se alejase un poco de la norma sólo se podía explicar por la santidad…o la brujería? 
Un ejemplo muy elocuente de esa posibilidad aparece en los atestados del juicio de Ana Castro, celebrado en Armentera (Pontevedra) en 1625. Se le acusaba de diversos delitos de brujería y una de las pruebas  de su condición, para acusación y jueces, fue que “habiéndose vaciado una cuba de vino a cierta persona en Rivero de Avia, lo adivinó Ana de Castro el mismo día, estando en Pontevedra, que son diez leguas de distancia, y esto no pudo verificarse así sin trato del demonio”.
Un caso como ése provocaría, en la actualidad, la presencia de investigadores  parapsicológicos y, posiblemente, algún profesor universitario que intentarían repetir la experiencia con controles rigurosos. Pero la pobre Ana de Castro nació con demasiada anticipación; en el siglo XVII fue condenada a, según el archivo, “saliera esta reo a un auto de fe con hábito de penitente de media aspa y allí se leyera su sentencia, se abjurara de vehementi y se le diesen enseguida 200 azotes por mano del verdugo, desterrándola del coto de Armentera y de Santiago por seis años…”
Hoy en día es  conocido que  los cuerpos policiales actuales han recurrido en múltiples ocasiones a la ayuda de videntes para aclarar caso de secuestros y desapariciones de personas.
Pues bien, el brujo gallego, Pedro Alonso, fue denunciado en Monterrey, en 1630, por hacer justamente eso: colaborar en la localización de mercancías robadas. Fue denunciado por siete testigos, que lo acusaron de astrología judiciaria. Y uno de los testigos, que era vecino suyo, declaró que: “tenía fama de adivino y de sabio y era de ordinario consultado por muchas personas acerca de cosas hurtadas y perdidas. Y habiéndole sido robadas a él, de su tienda, ciertas mercancías, concurrió también  a consultarlo para que averiguase quién sería el ladrón. Preguntóle  Pedro Alonso el día y la hora en que se hiciera el hurto y diciéndole que se entretuviese un momento, que luego despachaba, le dio la respuesta en un papel escrito dónde decía que el hurto estaba en un sótano oscuro y que la persona que lo había hecho era alta, de cabello encrepado y rubio, ojos negros, y de paso apresurado y que discurriese por la persona que podría ser, que no podía decir más”
Documento de acusación de brujería en Essex-Suffolk.
Junto con brujas y brujos realmente avezados a veces eran denunciados a la inquisición algunas almas simples, cuyos sencillos conjuros, a veces, mueven  a risa. Tal es el caso de Juan Asturiano, denunciado por supersticioso en Villamayor en 1602. La versión oficial del delito es la siguiente según el documento conservado: “…que para hacer arar una vaca tomó una candela bendita y varios ramos de laurel y de olivo benditos, haciendo de ellos cuatro cruces, y llevando la candela ardiendo con  agua bendita a un aposento retirado, permaneciendo allí a solas un cuarto de hora y habiendo salido a este  término, echó las  gotas de cera en al agua y después ató una de las cruces a la cola de la vaca y mandó que no se la quitasen, porque de allí adelante habría de arar muy bien con ella.”
Trágico, en cambio, es el caso de María Rodriguez, una portuguesa de 35 años detenida en 1577, y enviada para ser juzgada por delito de hechicería a un tal Santiago. Esta mujer fue torturada en repetidas ocasiones y confesó haber conocido al demonio, manteniendo relaciones carnales con él. El informe del tribunal nos cuenta lo siguiente: “…lo invocaba con palabras determinantes y él la trasladaba por los aires de un punto a otro, según su deseo.” 
María fue castigada con 200 azotes y el destierro, pero tres años después fue arrestada nuevamente y el fiscal le acusó de reincidencia; fue quemada en la plaza del Campo, a los treinta y ocho años de edad.
En resumen, sorguiñas vascas, bruixes catalanas, meigas gallegas, ingenuas o malignas, hurañas o desenfrenadas, volando sobre sus escobas o murmurando fórmulas sobre sus mejunjes, siguen siendo un enigma.
Temidas y odiadas, pagaron muy caro el prestigio de que gozaban en sociedades primitivas, muy cercanas aún al mundo pagano. Y quizá convenga recordar unas palabras con las que termina la obra de Caro Baroja “Las brujas y su mundo” :”…como simple historiador, pienso que este negocio de la brujería es más para producir piedad hacia los perseguidos, que desearon llevar a cabo cosas malas, aunque no las hicieran, que vivieron vidas frustradas y trágicas en su mayor parte. Piedad también hacia los perseguidores, porque se consideraron amenazados por peligros sin cuento y sólo por esto reaccionaron brutalmente.”
Sin embargo, en mi humilde opinión, ni el prestigioso historiador Caro Baroja ni otros investigadores de la actualidad que han abordado el tema con total seriedad han podido aclarar el meollo del asunto: las brujas ¿Creían que volaban, hipnotizaban a la gente para que imaginara que las veía volar…o volaban realmente? 
Entre tantas historias, cuentos, leyendas, siempre nos quedarán las dudas acerca de sus conocimientos milenarios...
Os recomiendo este interesante audio sobre el tema, un programa emitido por "El Candil Insólito", dirigido y presentado por Antonio Jesús López Alarcón.





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